[Nuevo eBook]: Símbolo y sociedad II. Desafiando al Perú

 


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¿Cómo se aprecia una escultura? Más aún, ¿por qué apreciamos algo como una obra de arte? Y, ¿qué implicancia tiene esta experiencia con nosotros los humanos que, podemos convertir una pieza de mármol –una piedra– en algo significativo (llamado arte)?

Observar[1] al Perú a lo largo de su historia implica un trabajo artesanal que como tal demanda relacionarnos tanto de forma racional y emocional con él. Porque entre el artesano –el observador– y su obra –lo observado–, media un vínculo que se cultiva al calor de la experiencia. De tal modo que lo concebido como nuestro; es decir, nuestra identidad, a partir de la capacidad de elaborar elementos significativos, orienta de antemano el sentido de esta reflexión.

Miguel Ángel Buonarroti (1475 - 1564) decía que dentro de un bloque de mármol existe un sinfín de obras de arte, lo cual nos parece filosóficamente atractivo, porque implica introducirnos a un universo de límites y posibilidades al que hemos arribado recién en tiempos contemporáneos. En ese sentido, la “Liberación del Engaño” de Francesco Queirolo (1704 – 1762), por citar un ejemplo, interpela nuestra atención porque ante ella, su laboriosa red, probablemente sintamos como valioso la minuciosidad y paciencia en grado superlativo destinado en –y esto es importante recalcar– su creación[2]; además del dominio en la técnica para lograr una representación casi mítica de la experiencia de la liberación en una sola pieza de mármol. De la misma manera nos podemos referir al David de Gian Lorenzo Bernini (1598 – 1680), por citar otro ejemplo más.

El tallado de la “piedra” cobra significado por lo que nos hace sentir en primera instancia, en tanto que comprendemos los límites y las posibilidades sobre el cual se inscribe aquella representación simbólica. Dicho de otra manera, dada la condición natural del mármol –la piedra– por sí misma, cobra relevancia sino es hasta después de adquirir un significado; es decir hasta convertirse en un símbolo[3] –una creación– cultural. En otros términos podemos decir que no somos la sucesión (o sumatoria) de atributos y/o cualidades que poseemos o se nos viene dado, sino la creación significativa que somos capaces de elaborar en determinado punto de nuestra historia vital.

Cuando Rousseau sostenía en el Contrato social: “… lo que la Naturaleza había podido poner de desigualdad física entre los hombres y, que pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, advienen todos iguales por convención y derecho”, hace referencia a una elaboración  simbólica ­–filosófica– para promover un pacto social entre iguales. Por lo que más adelante sostiene: “Doy por supuesto lo que creo haber demostrado, a saber: que no hay en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar, ni el mismo pacto social: porque si todos los ciudadanos se reuniesen para romper ese pacto, de común acuerdo, no se puede dudar de que estaría legítimamente roto”.

Retomando nuestra metáfora inicial podemos decir que el ginebrino talló sobre una sociedad estamental coadyuvando a esculpir una revolución política sin parangón a partir de su reflexión sobre la idea de igualdad que, a la postre determinó el cambio de régimen. En ese orden de ideas pretendemos “sonar” no menos altisonantes: la naturaleza de nuestra reflexión se inspira en la escultura (el arte) como metáfora, pero nuestro motivo es esculpir al Perú, labrando puntualmente sobre su historia, en donde aún parece predominar el impacto de los tres siglos de coloniaje experimentados a partir del choque[4] –cultural– hispano. Circunstancia que nos mueve a ensayar una propuesta que, no sabemos si será suficiente para generar algún tipo de revolución que implique salir a tomar calles, plazas o sirva para generar otras formas de protestas que impliquen cambios rápidos y profundos pero, bien comprendido, como lo deseamos, instará al lector a vincularse emocionalmente consigo mismo primero, para luego reinterpretar su relación con el país; es decir, escogemos el camino más auténtico, saludable y revolucionario que podamos optar en el presente.


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[1] Sostenemos que la forma en que decidimos abordar este ensayo debe estar impregnado a su vez por las categorías que, intentamos flexionar. Al respecto, es honesto de nuestra parte admitir que intentaremos observar nuestras observaciones tal y como lo sostuviera Niklas Luhmann (2006) en Sociedad de la sociedad, porque mientras describimos lo observado, admitimos que a veces seremos un resuelto cincel esculpiendo sobre la memoria de nuestra historia; pero es muy probable que en otras ocasiones seguiremos siendo el mármol nada blando sobre el cual aún es necesario labrar. Confiamos, sin embargo, que la organización de las ideas vertidas en este texto resulte significativo por la naturaleza simbólica de nuestro acercamiento tanto como por el orden lógico deductivo con el que hilaremos nuestros planteamientos.

[2] Siempre somos nosotros quienes hilamos (esculpimos) el tiempo con un sentido y un propósito.

[3] La definición de símbolo que seguimos proviene desde las canteras de la antropología, cuya autoría recae en Clifford Geertz quien sostuvo: “Se usa el término [símbolo] para designar cualquier objeto, acto, hecho, cualidad o relación que sirva como vehículo de una concepción –la concepción es el «significado» del símbolo– “(1973: 65). Precisando a su vez que este vehículo genera vínculos “por aquellos para quienes tienen resonancias como una síntesis de lo que se conoce sobre el modo de ser del mundo, sobre la cualidad de la vida emocional y sobre la manera que uno debería comportarse mientras está en el mundo” (1973: 85) respecto, por ejemplo, a su reflexión sobre la religión –que es probablemente el espacio simbólico con el que más nos encontramos familiarizados–. Sin embargo, aquí subyace un régimen ontológico que relaciona ser-sentir-comportamiento, que, creemos, tiene el potencial de definir a las mujeres y hombres en otras dimensiones sociales, además de la religiosa.

[4] A grosso modo, esta es una de las inquietudes que intentaremos resolver en el transcurso del presente ensayo a saber: por qué una experiencia –la de ser colonia– que podría conformar un episodio o tal vez un evento dentro del contexto del Mundo Andino, como es nuestro caso, puede aún resonar significativamente en nuestro país. Nathan Wachtel (1971) reflexionó históricamente al respecto deduciendo los esquemas andinos (de Pacha, Dualidad, Complementariedad, Arriba, Abajo, Cuatripartición y contabilidad con base decimal) –y sobre ellos, en términos de coherencia en tanto sentido, los principios socio-económicos de Reciprocidad y Redistribución sobre las cuales se organizó el Mundo Andino–. Por otro lado, introduce la noción de trauma en su reflexión al asumir que el “choque” como tal, fue fundamentalmente violento; por lo que su trabajo termina abordando el colapso de esta civilización en términos de desestructuración, mas no de desaparición.

 

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