"De lo que se trata pues es de la sustitución de una lógica del orden y del desorden, por otro tipo de lógica, la de la acción social y política, demostrando de paso que entre cierto orden institucional puramente a la defensiva y, unas revueltas de mero carácter contestatario debe existir, debe de ser reconocido y reactivado, un espacio público que combine el reconocimiento de los conflictos sociales con la voluntad de integración.”
Alain Touraine
"La historia como diálogo no solo significa que la historia se aprende conversando sobre ella sino que en cierto modo ella misma consiste en ese diálogo o conversación"
Carlos Tünnermann Bernheim (1)
La Revolución Francesa o las imágenes (Rosas / Ragas, 2007) difuminadas en Perú no pueden concebirse sin ligarla a la idea de cambio de orden para unos o de desorden para otros; los primeros, a comienzos del siglo XIX, se denominaron liberales mientras que los otros conservadores. En ambos lados y dejando por un instante los temas que los ligan o los separa se halla un horizonte común desde el cual se generan las disyuntivas entre revolución y reforma, entre república y monarquía, entre súbdito y ciudadano, entre reino y nación. Este horizonte constituye un placer en la medida en que los adversarios reconocen una comunidad de valores por las que es legítimo variar en grado el orden de las cosas (Villoro, 1992). Por lo que, un liberal o un conservador al inicio de la naciente república peruana pueden resultar dos figuras complementarias que buscan situarse lo más cerca del orden instaurado que, en nuestro caso no necesariamente generó una administración política totalmente opuesta a la colonial (2).
El placer moderno fue ilustrado no porque impuso su luz sobre las tinieblas del feudalismo sino porque logró establecer una relación complementaria entre liberar las fuerzas revolucionarias de un nuevo orden y, hacer de “la sociedad” la versión secular de la totalidad que, antes ocupó la Providencia (3). Después de todo: “…el sujeto de la modernidad no es otro que el descendiente secularizado del sujeto de la religión.” (Touraine, 1995). En ese sentido, el concepto rousseano (4) tan abstracto y omnipresente como la fe en determinado dios durante el Antiguo Régimen denominado bien común, legitimó como racionales las propuestas liberales que al igual a las conservadoras, confiaron en el papel pedagógico de la educación para la consolidación del gobierno republicano (Mc Evoy, 1999) y a través de ello, poner a buen recaudo los temores que un desborde plebeyo inminente cundía tanto en liberales como en conservadores. Porque aquella percepción de desorden del placer moderno recayó de forma vertical sobre los plebeyos, no sucediendo lo mismo entre los cambios de posiciones de liberales a conservadores o viceversa en la élite (5), por lo menos entre aquellos que mostraron reticencia a la propuesta monarquista de Bernardo Monteagudo paro luego adherirse a la carta vitalicia bolivariana.
En ese sentido, es posible comprender a Mc Evoy (1999) para quien: “Adherirse a las fuerzas revolucionarias para poder de esa manera controlar, paradójicamente, la revolución social que se vislumbraba en las costas peruanas fue la difícil tarea en la que se embarcó la élite peruana.” (P. 14), el mismo que se revela en las ceremonias desplegadas para corporizar la autoridad del Protector que de forma redundante y no gratuita, rememoran los rituales coloniales desarrollados alrededor de la figura del Virrey por lo que a decir de Guerra (2005) respecto su definición de la política en el Antiguo Régimen: “… sus actores esenciales no son los individuos, sino los grupos. No porque los hombres no sean conscientes de su individualidad, sino que se consideran y actúan como parte de un todo” (P. 05). Y esta percepción de totalidad no se fragmentó con el hecho de jurar algún tipo de independencia porque de lo que se trató fue de recrear las relaciones de subordinación a una nueva versión de la totalidad, el mismo que se acusó a través de figuras de centralidad en las cartas constitucionales señaladas como liberales en donde: “… el poder supremo –ya sea un hombre o una asamblea–, a pesar de la moderna división de poderes sigue siendo ante todo justicia y a él se dirigen para obtenerla tanto las personas como los grupos. Incluso en la terminología común no es el Estado quien aparece en el primer plano, sino el “Supremo Gobierno” o los “supremos poderes”, con una “centralidad” de gobierno de muy lejanas raíces.” (Guerra, 2005).
De lo anterior se colige la ausencia de variación en la estructura social de la naciente nación peruana la misma que, según Fernando de Trazegnies (1987) consideró adecuadamente como una “modernización tradicional” debido a que: “… en todo proceso de modernización es evidente que subsisten muchos elementos del pasado. Pero en la modernización tradicionalista los elementos que subsisten no son relegados a la periferia del proceso como rezagos de un pasado que desaparece gradualmente sino que se constituyen en los elementos centrales del proceso.” (P. 106) en la medida en que se mantenga en vigencia la conservación de las relaciones de subordinación, no solo entre grupos sociales, sino, sobre todo, de todos ellos frente al placer del nuevo orden que luego refrendarán no sólo en actos rituales de legitimación de autoridades.
En ese sentido, resulta conveniente anotar la distancia de conservadores y liberales frente a movimientos que pudieran significar cambios bruscos no estrictamente entorno a la variación de regímenes políticos tanto como a la imagen de desorden en la que podrían desembocar conceptos que pudieron variar de registro desde los motines hasta el perturbador concepto de revolución. Distancia socializada a través de la Iglesia por medio del: “… arsenal de bulas, concilios y citas de padres de la iglesia que valían por miles de granadas y municiones… ” (Barrenechea, 1974) planteadas en proclama de la conservación del placer providencial ante el peligro de desorden que representada la modernidad para las jerarquías eclesiales; sin embargo, esto no significó que dentro de los liberales no se pronunciase fórmulas conservadoras e intervencionistas mucho tiempo después de haberse proclamado la independencia:
“Visto el deplorable estado a que se halla reducido el Perú y las causas que han originado su malestar, no queda ya en él ningún resorte que lo pueda sacar del desconcierto en que se halla; y por consiguiente la sola esperanza que queda a los habitantes honrados de él es que la Divina Providencia los saque de tan calamitosa situación inspirando a los gobiernos de Europa un acuerdo para restablecer en él, como ya se ha verificado en Europa (alude a la reacción después de las revoluciones de 1848) las instituciones análogas a las circunstancias, haciendo desaparecer las teorías inadaptables que la demagogia ha querido en vano establecer ” (José de la Riva Agüero Sánchez Boquete, 1859) (6).
En estas líneas se puede plantear la tentación expresa de una traición de un liberal hacia sus ideales liberales pero, de lo que se trata es de expresar lealtad hacía una versión de la totalidad de la que –no sólo la élite– no logró desprenderse luego de independizarse políticamente de España toda vez que la comunidad de valores del placer del Antiguo Régimen, garantizaba sobre todo el orden a través de la “Divina Providencia”. En términos weberianos se pude decir que a través de ésta se fundaba “las relaciones de fuerza y sentido” que permitían discernir la noción de un orden (7), el mismo que no se consolidó en el transcurso de la vida republicana y que Basadre capturó en las siguientes palabras: “El problema de la independencia no era el cambio de formas sino el cambio de espíritu.” (8)
En ese sentido, la gravitación de lealtades entre dos versiones de totalidad representados a través de la Divina Providencia y la sociedad, reveladas cada una por medio de la fe y la razón respectivamente, repercutieron de forma directa en la priorización de preocupaciones por parte del nuevo Estado peruano, el mismo que se ciñó alrededor de la problemática en cuanto al establecimiento de la nueva forma de gobierno y no sobre la discusión de la identidad de los diversos grupos sociales contenidos en la nomenclatura, entre quienes las figuras de representación política resultaron ser censitarias, masculinas y católicas, habida cuenta de la previa definición que subyace en el placer del orden y, que en determinado momento y en términos liberales cobró sentido por medio de la “cuadratura del círculo” (según Unanue) o, de lo que definitivamente primó en nuestra vida republicana en cuanto a la promoción conservadora de la modernización dentro del orden, no como proyecto, porque no cabe la definición del término (Orrego, 2003), ni como eminente continuidad; sino como subordinación de la acción social a una versión de totalidad que prodiga placer en la exclusión a través la educación y poder en el autoritarismo.
Pero después de todo sí existió una imagen de libertad por la que reconocemos a determinado grupo de intelectuales peruanos como “ideólogos de la emancipación” por lo que es conveniente definir el tipo de libertad que pensaron, el mismo que Abugattás (1987) describe como: “1. El derecho de disponer libremente de su propiedad; 2. El derecho de acceder sin trabas a las funciones de gobierno; 3. El derecho de poder vivir en seguridad, esto es, de no estar sujetos a las acciones arbitrarias del poder español.” (P. 65). En ese sentido, el uso reiterado del término “derecho” es retórico dentro del placer providencial porque evoca la primera noción de “conciencia nacional” de los criollos en su noción de patria como “uso y potestad” de los territorios otorgados por la “Divina Providencia” denunciada desde la carta de Vizcardo, en donde también entra a tallar la tradición aristotélica y su justificación del uso de la violencia sobre el sentido de posesión respecto a algo o alguien. Por otro lado, el segundo punto nos remite a una suerte de destrucción de cuerpos intermedios que, en occidente tuvo un matiz sacro en la pluma de Lutero y que al igual a la experiencia secular criolla, se adscribió a la recreación –mas no la eliminación– de las relaciones de subordinación (de súbditos y/o ciudadanos) a determinados poderes y administraciones del mismo. Finalmente, el último punto rememora la constante perplejidad de la élite peruana frente al temor del desorden providencial generado a partir de los gobiernos tiranos al restringir los derechos señalados en los puntos anteriores (9).
Notas
1. En: Tünnermann Bernheim, Carlos, “José Coronel Urtecho: Pensador de la Historia de Nicaragua”, Revista de Temas Nicaragüenses (2012), p. 43
2. En el transcurso de la experiencia republicana peruana durante el siglo XIX, el electorado no pasó del 4% del total de la población.
3. Luego de declararse la independencia en el Perú, la preeminencia del placer providencial era compatible con la posición más liberal de entonces, tal como lo enunciara el diario La Abeja Republicana el 24 de octubre de 1822, para quien: “La religión del país debe ser la base del gobierno” citado por Morán, Daniel. « “Sin religión no puede existir Estado alguno”. El fenómeno religioso y la ideología providencialista en el Perú durante las guerras de independencia, 1810-1825» Temas Americanistas (2011), p. 55.
4. La propuesta pedagógica en Emilio contempla la incorporación y engranaje del hombre dentro del orden de la naturaleza, revelado por la razón.
5. El antecedente más temprano de América hacia la experiencia republicana partió desde la crítica a la lógica providencial pronunciada por el jesuita Juan Pablo Vizcardo y Guzmán en su famosa carta en donde, según Abuggatas (1985): “Quienes habían pensado, dice Vizcardo, como algunos curacas indios y algunos criollos que la Corona no era directamente responsable de los abusos cometidos en la América, estaban totalmente equivocados. La Corona no solamente había incumplido sistemáticamente todas y cada una de sus promesas, sino que a esta muestra de malagradecimiento (cursiva nuestra) había agregado una permanente injuria, pues es España misma, negándose a permitir la participación de los criollos en las tareas de administración de sus patrias, la que los había proclamado “diferentes.”” (P. 60), en ese sentido cabe mencionar: primero, queda claro que la Corona se hace dueño del calificativo de “malagradecido” no frente a los criollos, ni a ningún grupo social dentro del virreinato. Por lo tanto, no “es” necesario cuestionar el orden social ni siquiera a expensas de una evidente administración tirana. Este calificativo se aplica dentro de la belleza del orden de la Providencia, en torno al cual se legitimaban las empresas coloniales; segundo, no es suficiente pensar que los criollos empezaron a identificarse como distintos frente a los españoles por la sistemática restricción en la participación dentro de la administración colonial. Esa no sería una “razón” suficiente para considerar el cambio del régimen político, pero era una condición que posibilitaba el cuestionamiento de la Corona y su vinculación a ella. La lógica que liga la insatisfacción frente a la ocupación de cargos públicos, entre otros como la práctica del comercio y la defensa de ésta y, finalmente el apoyo al ideal republicano, es la alteración de la belleza del orden en torno a la Providencia. Por eso, es comprensible que: a) los liberales pensaron en una república, pero no en una de ciudadanos iguales sino, en una república aristocrática y, b) la independencia implicó un cambio de régimen económico (medianamente político) pero no social, por la que se alejó del concepto de revolución.
6. Citado por Basadre, Jorge. Sultanismo, corrupción y dependencia en el Perú republicano. Lima: Carlos Milla Batres, 1981, p. 75.
7. Y en otros términos, el hecho de plantear determinada idea en sentido positivo nos aleja de las habituales propuestas maniqueas que nos salvan de la disyuntiva entre lo que fue y lo que debía ser.
8. El Antiguo Régimen predicaba una forma de interceder por el desorden (político) según se anota en la pastoral de 1811 del Obispo Luis Gonzaga de la Encina: “… cuando se llega a depravar el corazón de un rey, no hay otro remedio que aclamar al Señor, en cuya mano está el corazón de los reyes, y pedirle fervorosamente que les haga conocer sus yerros, enmendarlos y abominarlos…”, citado por Basadre, Ob. Cit., p. 68.
9. “En ese momento, en 1820, repetimos, temiendo (cursiva nuestra) por sus privilegios, los criollos de las clases altas se unieron para apoyar la causa llamada libertadora y optaron por esperar la llegada de San Martín y de la expedición libertadora con el sueño de que se erigiera, en seguida, una monarquía independentista, sin jugarse ante la posibilidad de una decidida acción propia, entre otras razones, por el temor de una revuelta del los negros esclavos que podía ser tan sangrienta como la de Santo Domingo.”, Basadre, Ob. Cit., p. 54.
Comentarios
Publicar un comentario