Jueves 24 enero del 2013,
desarrollo de lo que en palabras de Cecilia Méndez previamente definió como un
evento “singular y experimental” refiriéndose a Diálogos por la paz y la memoria en el IEP. Estrictamente, se trató
de la presentación de los libros Memoria
de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán y, de En honor a la verdad de la Comisión Permanente de Historia del
Ejército Peruano. La singularidad del evento tomó dos sentidos, el primero: que
de por sí tuvo mucho de experimental al establecer un diálogo entre civiles y
militares en torno al conflicto armado interno sobre todo por las referencias
controversiales que hasta hoy genera el informe de la CVR; el segundo: que en
lo particular, tuvo más de experimental que de singular, tratándose sobre todo
de la disposición de ambos grupos de optar por el diálogo (académico) para comprender
el impacto del conflicto en términos de instituciones y de la relación de estos
con el tejido social. Sin embargo, estimamos, que lo más interesante y
experimental del evento se produjo en el preciso instante en donde el diálogo
dio paso al acuerdo explícito entre ambos grupos sobre una serie de paradojas en
términos de política e identidad que aunque quedaron irresueltas, confiamos
plenamente que por el solo hecho de haberlas dialogado, cuenta ya como una importante
aproximación a determinada propuesta que logre comprender de forma íntegra la
producción de determinadas paradojas. Por lo pronto, consideramos necesario
presentar la nuestra. La misma que pretende abordar el problema desde la
perspectiva de una relación de subordinación hacia determinadas versiones de
totalidad, cuyo interés no pasa de ser probablemente el hilo de la madeja que permita
explicar la génesis de la violencia.
Totalidades
¿Por qué razón el país vivió
determinada experiencia violenta con El Partido Comunista Peruano-Sendero
Luminoso (PCP-SL)? ¿Por qué América Latina cuenta en su haber con experiencias
similares en otros puntos? Probablemente, por tratarse de diversas experiencias
las respuestas también debieran ser igualmente distintas y no lo dudamos. Pese
a ello, en el presente trabajo pretendemos plantear una propuesta que permita
comprender este problema de forma global, incidiendo particularmente en la
violencia que implica y genera la subordinación.
La práctica política en el
Antiguo Régimen no contemplaba a sus actores como individuos no porque los
hombres no sean conscientes de ésta −su individualidad−, sino que se consideraron
y actuaron como parte de un todo (Guerra, 2000:05). Y, esta versión de
totalidad correspondía con la figura de la Providencia: una entidad omnipresente
que regía las formas de pensamiento, percepción y comportamiento del tejido social en su
conjunto. Luego, cuando occidente se inaugura con el nacimiento de la
modernidad, una nueva versión de totalidad emergió desde los fueros ilustrados para
salvaguardar, por medio de la fe secular –la razón− el progreso de la sociedad.
Desde entonces occidente conoció la capacidad de construir proyectos en el
sentido de contar con la posibilidad de alterar el orden pero desde una
perspectiva teleológica. Una de ellas, la marxista, de fuerte raigambre en
América Latina, explicaba por ejemplo científicamente la pobreza pero el
monismo ontológico que soportaba esta propuesta contemplaba el cambio social
aún en términos de un más allá[1]
(comunista) cuya verdad inexorable cobraba fuerza (violenta) en la necesidad
histórica.[2]
De este modo, si era preciso determinar y/o planificar el futuro del
capitalismo, éste tenía que plantearse a expensas de una vertical relación de
subordinación política. Para el caso peruano esta relación rigió entre el
Partido y la masa. Así: ” El Partido
sirve al establecimiento del Poder del proletariado, ya sea como clase
dirigente de la Nueva Democracia y principalmente a la instauración de la
dictadura del proletariado, su fortalecimiento y desarrollo para mediante
revoluciones culturales conquistar la gran meta final, el comunismo; por eso el
Partido tiene que llegar a dirigir todo omnímodamente.”[3] En
ese sentido, esta paradoja usada como banderín político en contra del PCP-SL
sobre la convivencia contranatura entre el ideal de una Nueva Democracia y, no
solo la subordinación sino, incluso, el exterminio del individuo que
generalmente formaba parte de los grupos sociales menos favorecidos del país y
que por quienes además se hacía la revolución puede explicarse no solo
señalando la incoherencia (política) de esta postura “omnímoda” sino,
comprendiendo que, la noción de democracia predicada por Sendero Luminoso obedecía
unilateralmente a determinada noción de “ley” que respondía más que a los
intereses de la ciudadanía, a una noción de bienestar social sustentado en la
fuerza (necesaria) de la idea de progreso: en definitiva, de una necesidad
histórica.
Por eso, nada más lejano de la
democracia pensar que el fin –y los medios− de un régimen político como tal respondiera
a los intereses de determinado grupo social en particular o al del ciudadano en
general sino que en su lugar hallábase determinada entidad que –ideológicamente−
excedía los límites del individuo que por el solo hecho de excederlos se
obligaba a incurrir y aplicar impecables cuotas de violencia tanto en términos
doctrinarios[4]
como militares. Por lo que, es importante advertir que la presencia de
determinadas paradojas como estas comporta la habitual forma de detectar los
excesos de alguna propuesta teleológica. También cabe distinguir que estas no
son monopolio exclusivo de algún subsistema en particular. De hecho, el sistema
social (moderno) que esta forjada al calor de una promesa ilustrada −rousseana−
denominada “bien social”, difícilmente puede evitar el exceso teleológico –en
términos de progreso− y los comportamientos violentos que acarrea la prédica de
esta fe secular en tanto rija una relación de subordinación de por medio,[5]
y en donde habitualmente subyace la obligación de convocar la participación del
ciudadano en tanto algo suyo −su producción− contribuya al crecimiento (económico)
del país, por ejemplo.
Otras subordinaciones
Sin embargo, el síndrome que
produce la subordinación a cualquier versión de totalidad no estaría completa
sino pusiéramos en perspectiva la otra cara
de la violencia, aquella que se genera cuando se ejerce dentro de los
límites de la vida privada, aquella que está aparentemente fuera de la política
pero que como tal permea y posibilita la producción y reproducción de este
subsistema entre otros. En ese sentido, acudo a la observación de Alberto
Flores-Galindo en Pensando el horror[6]
para quien “la democracia puede ser una coartada para la barbarie” porque
legitima cualquier forma de violencia en nombre de su defensa. Observación señalada
en referencia al gamonalismo serrano –el mundo andino, mil veces incivilizado− y
la servidumbre doméstica limeña, la ciudad (moderna). Sosteniendo que entre
ambos espacios las distancias geográficas se salvaban a través de la práctica
habitual de la tortura −problema que probablemente hoy algunas ONGs han contribuido
a su escarmiento (público) y, también ellas, por tal razón, han sido sumidas al
escarnio de un sector de la opinión pública− dejando al descubierto lógicas de
diferencia y jerarquía en torno a propuestas de progreso, de donde todos los
grupos sociales se sabían partícipes y por tanto definidas por lo que no eran
(son) y como tal, explícitamente (o
implícitamente) eran obligadas a la exposición de diversas formas de
discriminación.
En ese sentido, la noción de
justicia −frecuentemente subordinada al bien social− resulta laxa e irresoluta
cuando determinadas prácticas no logran ser sancionadas de igual forma por
todos los grupos sociales porque en realidad de lo que se trata es que el
sistema observa −y se observa− en términos de una relación vertical en donde el
sentido de su escalada social funda el uso justificado de la violencia.[7]
Entonces, el círculo virtuoso del “orden” en determinadas ocasiones debe de
recurrir al silencio foucaultiano para soportar las paradojas producidas en
términos de exclusión. Pero cuando estas se politizan, no sólo el sentido de justicia
se tuerce sino que, la justificación de la vida pasa a ser un problema de
segundo orden; un “costo” y un número más dentro de las estadísticas de la
muerte[8].
Sin embargo, para preservar el
orden es necesario conservar el caos en tanto presencia de distintas lecturas
del tiempo a fin de posibilitar la reflexión −flexión de certezas− y por tanto el
encuentro −no sólo en términos sociales y de inclusión de distintos grupos− sino,
el ejercicio y fortalecimiento del diálogo como mecanismo inagotable de
sociabilidad entre portadores de poder y subordinados. Para que éstos últimos “...
estén capacitados de elegir su propio comportamiento y, por lo tanto, de poseer
la posibilidad de autodeterminación” (Luhmann, 1995:23) en tanto y en cuando, en
definidas relaciones de poder, la voluntad del subordinado no sea doblegada
tanto como neutralizada no por medio de la fuerza (violencia) del dogma social,
religioso o militar sino, por medio de la argumentación. Después de todo, no se
puede ordenar a alguien algo que no le sea posible realizar.
Utopía.
Una propuesta nostálgica como la
de Alberto Flores-Galindo en Utopía
andina: esperanza y proyecto[9],
no sólo admite las limitaciones que impone la diversidad (social) a determinado
proyecto político en tanto el problema de la heterogeneidad y la fragmentación
son reapropiadas explícitamente a través de un esquema que, en vez de proponer
un camino diferente a relaciones verticales,
reclama e invoca otra relación de subordinación total. Sin embargo, en la
interculturalidad subyace la posibilidad de superar ese tipo de planteamientos −lo
que no resta, que ésta última, ya en proceso, se presente con cierta dimensión
utópica precisamente en medio de escenarios teñidos de conflictos sociales por
motivos ecológicos y junto con él, la puesta por el empoderamiento de la
ciudadanía (provincial)−, por lo que provoca –con toda razón (teleológica) −
plantear una pregunta contrafáctica: ¿hubiese sido mejor el Perú, si la utopía
andina hubiese alcanzado traducción en
términos de gestión pública? Flores-Galindo (1988) señala: “Estas aspiraciones
terminan por lo general encarnándose en un personaje, especie de mesías, que
anunciará –y tal vez, restaurará- el (llamado) nuevo orden. La búsqueda de un
inca” (p.251). En ese sentido, aquella alternativa utópica (socialista), desde
esa perspectiva, no nos ahorraba –cual salto de garrocha− la novedad de una propuesta de subordinación total, que de por sí, es
plenamente autoritaria. Incluso, cuando el historiador invoca: “El
socialismo no sólo requiere de ideas; también –y quizá antes- de pasiones
colectivas.” (1988: 252) no solo se trataba de depositar la confianza de su
proyecto en determinado elemento “irracional” sino que, en ella subyace el
reclamo de una forma de subordinación perniciosamente totalitaria. Viable, tal
vez; sostenible, no. Pero lo que sí es claro, es que la puesta socialista de
Flores-Galindo –y en esa línea, de Mariátegui− contempló la posibilidad de
reciclar la experiencia en organización política del mundo andino a favor de un
proyecto cuyo horizonte aguardaba por una nueva subordinación a un régimen
político teleológico, totalitario (socialista); en vista que esta se encontraba
“acorde con un país de antigua historia, con una importante población campesina
y en cuyo pasado (comunidades, tecnología andina) podrían encontrarse nuevos
derroteros para construir el socialismo en un país pobre y atrasado” (1988:
252).
La interculturalidad como propuesta
La posibilidad de superar esta
disyuntiva entre propuestas políticas “modernas” violentas –unas tanto igual
que otras− debe permitirse en primer lugar, convocar los subsistemas sociales
desde el encuentro intercultural entendido
como diálogo horizontal –en términos de comportamiento, pensamiento y
percepción− de los diversos grupos en diferentes horizontes culturales. En ese
sentido, es pertinente observar lo que
aquí entendemos como intercultural frente a otras posturas que probablemente
ofrezcan una propuesta similar a saber, el multiculturalismo y el
transculturalismo.
Entre ellas, es importante
observar que la presencia (intercultural) −como reconocimiento tácito de la
diferencia− comporta un paso previo hacia el contacto (multicultural) −con el
“otro” y de la lógica(s) culturales que la caracteriza− luego, es factible hablar
de una formación social transcultural –que de por sí contempla no solo la presencia de
"otros" y el contacto de ellos con los "unos" sino que,
implica el conocimiento positivo de las propuestas culturales y
consecuentemente, la posibilidad de diferenciar las modificaciones producidas posteriores
al contacto. En ese sentido, esta última oferta (académica) para el caso
peruano y en consideración de la experiencia violenta con el PCP-SL, derrumba
con lógica aplastante la funcionalidad y por tanto la pertinencia de una
propuesta como tal. Por otro lado, respecto al multiculturalismo, Carlos Iván
Degregori señala que los grupos: “…son vistos como bloques bien definidos, con
fronteras muy precisas, y donde el ideal es que las contradicciones, roces y
diferencias se solucionen vía la tolerancia y el respeto,… Yo creo que esta
política es aplicable a realidades como la norteamericana donde, por razones
históricas, se han conseguido logros importantes en términos de tolerancia,
reconocimiento y acción afirmativa. Sin embargo, creo que para realidades como
la peruana, la aproximación intercultural es mucho más rica” (1999: 64), en tanto los límites de sus diversas lógicas
culturales aún no se definan de forma positiva porque esta suerte de cohabitación
(tácita) −mas no de convivencia− explícitamente ignora las características
propias del “otro” y, en ese sentido nos referimos a una sociedad que, a causa
del deficiente contacto y conocimiento de su diversidad, es proclive a asumir
acciones de explícita violencia para resolver tensiones tal y como sucedió durante
el conflicto armado interno.
En ese sentido, es rescatable la
progresiva puesta en valor de los aportes culturales de los diversos grupos sociales del mundo andino, costeño así
como de los afroperuanos entre otros porque promueve el diálogo horizontal. Sin
embargo, este proceso no será completo en tanto no se evite folclorizar la
cultura porque esto resta posibilidades de empoderamiento a identidades locales
y no-locales y con él, el fortalecimiento de una democracia menos subordinada
(verticalizada), más libre y sin violencia.
[1]
“Ahora –y aquí llegamos a la diferencia central entre el pensamiento religioso
y el pensamiento ideológico–, mientras la creencia ideológica supone un
encuentro con una determinada verdad, la creencia religiosa supone, además, la
búsqueda de esa verdad. O lo que es parecido: mientras seguir una religión
supone creer en una verdad que no está absolutamente dada (Dios no nos es
inteligible) –pero admitiendo que esa verdad ya se encuentra presente en su
búsqueda–, en la creencia ideológica la verdad está dada, o supuestamente
comprobada, y no debe ser, por lo mismo, buscada. En fin, mientras el más allá
de la religión es teológico, el más allá de una ideología es teleológico.”
Mires, F. (2010). Política como religión.
(U. C. Venezuela, Ed.) CENDES, 27
(73), p.7.
[2]
“En el centro de todos estos intentos intelectuales encontramos la obsesión de
la totalidad, principio de sentido que sustituye la revelación divina y el
derecho natural”. Touraine, Alan. (1995). Crítica
a la modernidad. Buenos Aires: FCE, p.85.
[3]
Entre 1963-1969 Abimael Guzmán elabora la Política Estratégica destinada a
orientar la Guerra Popular a través del cerco de la ciudad desde el campo. Para
los años 1976 y 1979 El PCP-SL elabora otros dos planes estratégicos destinados
a: Reconstruir el partido y Sentar
las bases. El Primero está referido a los problemas ideológicos planteados entre
facciones de la izquierda a partir de las ramas que surgieron del Partido
Comunista del Perú. Estos conflictos internos condujeron a plantear dos
versiones distintas sobre la lucha armada. El primero defendido por Patria Roja
que, por medio de Saturnino Paredes, asumían la posibilidad del cambio
revolucionario por medios pacíficos. La otra posición fue defendida por Bandera
Roja, quienes estuvieron de acuerdo con la idea de hacer la revolución por
medio de la violencia, pero se negaron a creer que la masa los apoyaría y que
por lo tanto las condiciones aún no estaban dadas. Por otro lado, cuando se
hace referencia a la necesidad de sentar las bases se entiende así la tarea
planteada por el Partido en cuanto a la constitución de sus bases sociales: El
Frente Único y las masas. ARCE BORJA, Luis. (1989) Guerra Popular en el Perú. Bruselas: Luis Arce Borja, p. 401.
[4]
PCP-SL: “… en definitiva con violencia revolucionaria, en ardorosas contiendas
contra la violencia reaccionaria; así se conquistaron las ocho horas; así se
conquistaron tierras y se retuvieron, así se arrancaron derechos y se derrumbó
tiranos. La violencia revolucionaria es, pues, esencia misma de nuestro proceso
histórico”. ARCE, B., Ob. Cit., p. 197
[5]
Actualmente es retórica la presencia de conflictos sociales generados por proyectos
de inversión minera sobre todo, por la puesta en escena de los discursos sobre el
orden que esgrime el Estado, tanto como para disuadir o criminalizar las
protestas ciudadanas.
[6] En:
Flores-Galindo, A. (1988). Tiempo de
plagas. Lima: El Caballo Rojo, Pp. 185-190.
[7]
La producción del sentido justificado de la violencia del mundo greco-romano se
sostenía en la prédica de la expansión (colonial) de la vida civilizada
(occidente) hacia el territorio del “otro” (bárbaro). Ver: Korstanje, E.
(2006). Identidad y cultura: un aporte para comprender la conquista de América.
(U. d. Palermo, Ed.) Iberia (9), Pp.
194-195.
[8]
El conflicto de oriente medio pinta de cuerpo entero hasta qué punto se puede
llegar cuando las vías del diálogo se agotan porque sobre ellas yacen incólumes
las certezas religiosas (totales) y junto con ellas la exclusión (étnica).
Gostei, parabéns pelas reflexões.
ResponderEliminarZeno, Curitiba, Brazil.
Obrigado!
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