Historia: lectura del tiempo

La historia, de forma inmediata y simultánea, refiere con sencillez no sólo el transcurrir del tiempo sino, el esfuerzo que ella genera cuando pretendemos pensarla o mejor aún, cuando la producimos. Es decir, cuando leemos.

La lectura, como operación reflexiva implica elaborar una propuesta (oferta académica) recursiva sobre el tiempo en tanto disposición del lector como productor del mismo: el poderoso y sencillo síntoma de humanidad no se ha circunscrito a heredar instituciones o monumentos tanto como la capacidad de procesar información para procurar un sentido al orden social sobre ella, la lectura. Subsecuentemente, en determinada operación (historiográfica) subyace la caducidad de su capacidad para distinguir descripciones. Por ende, una definición teleológica de la lectura del tiempo no es suficiente para comprender que ésta no solo es superada por sus posibilidades de movimiento en términos de poiesis (producción) sino además, por la simultaneidad con la que condiciona su autopoiesis. En ese sentido, ningún garante metasocial (político, religioso o militar) procura en su comprensión el punto ciego de su lectura como propuesta tanto como la comunicación: a saber, que ella misma es sólo aquello, una propuesta (una oferta)[1].

Si la operación como producción posibilita la lectura, ésta no se comprende mientras no se permita el diálogo con otras, es decir: flexionando nuestras certezas en tanto re-flexión de lecturas. En ese sentido, Betancourt (2001) señala: “... entiendo por ello la necesidad de excavar el suelo de nuestras seguridades, en problematizar lo que hasta ahora se muestra como evidente, todo esto desde la aceptación de una labor interminable que reconoce sus propios límites y la fragilidad del lugar desde donde se mira” (P. 11) disponiendo en cuestión el portentoso cuerpo sensual de estar “sujeto” a “objetos” para pasar a un vertiginoso pero saludable caos o, dicho de otra forma: para pasar del orden (XIX) al sentido del orden (XX); multiplicando los lugares desde donde se lee porque en ella es infranqueable la posibilidad de producir infinitas lecturas. Visto así, en la reflexión subyace además, de la crítica como práctica, el principio y conservación del tiempo en historia: el encuentro horizontal.

Desde este sentido de horizontalidad se disuelve la diferenciación entre historia e historiografía: ambas son lecturas del tiempo e involucran en el proceso definiciones (simplificadas) del mismo en tanto teoría, como puesta en consideración del tipo de fuentes a recurrir.[2] Por ejemplo: qué duda cabe desde la perspectiva teleológica de un lector cuya definición de historia narrativa enfatiza el sentido particular y meramente descriptivo de ésta, frente a lo que considera historia estructural.[3] En tanto que, en términos de experiencia contemporánea es susceptible validar la funcionalidad de la horizontalidad vista desde la “virtualización de la realidad” (López Soria, 2005:5) en tanto propuesta, como suerte de laboratorio a escala informáticaꞋ de los ꞋancestralesꞋ (por decirlo menos) procesos de intercambio producidos en sociedad. En ese sentido, es difícil negar la multiplicación de posibilidades y (des)ventajas que genera la circulación libre de información (no solo disciplinaria) porque ésta es la condición de existencia del tiempo, aún de la vida (social), y su negación, con toda operación excluyente, comporta un caos sin-sentido que la humanidad no conoce desde que se pretende humanidad en tanto orden.

No es lo mismo el cambio del tiempo como la lectura de ésta: de la primera no tenemos noticia hasta que la producimos. En ese sentido, el cambio se genera cuando lecturas nuevas y/o reformuladas "asaltan" el orden con-sentido. Puede percibirse violenta de acuerdo a la propuesta racional respecto a la aceleración del tiempo (Skocpol, 1984:21). Mas, cuando el orden obstaculiza el encuentro de nuevas lecturas (descripciones y/o autodescripciones) genera caos y con ella la recurrencia sintomática de negociar el sentido del orden frente al surgimiento de nueva propuesta. Al respecto, considérese el impacto generado por la “sociedad de ideas” en cuanto a la conversión de los lectores (de círculos y sociedades literarias, logias masónicas, academias, clubes patrióticos o culturales) en e-lectores durante la revolución francesa, para quienes el objetivo consistía en “no delegar, ni representar; sino 'opinar'” (Furet, 1980:220) en tanto iguales de acuerdo a la propuesta de Agustín Cochín. En ese sentido, la opinión, como encuentro horizontal, comporta la condición de posibilidad de la circulación libre de información que, en el caso traído a colación, supuso el fin de un régimen (antiguo).

Los productores de tiempo no conforman una comunidad adscrita a los historiadores, de hecho las lecturas más productivas se han generado en la superación de la noción del saber compartamentalizado (especializado). Sin embargo, la definición de historiador como tal responde por diferentes circunstancias, a la disposición de su 'tiempo' hacia la lectura y por ende a su identificación última como lector.





[1] Luego del más allá teológico y teleológico existe la posibilidad de una lectura más.
[2] La historia como comunicación implicó superar su autodescripción como cosa y con ella “la separación y jerarquización entre historia e historiografía, basada en la suposición axiomática de que es posible formar un cuadro objetivo de los hechos porque hay en el pasado una especie de núcleo duro posible de conocimiento metódico. En ese trabajo de producción cognitiva, juega un papel destacado un presupuesto ligado a la anterior suposición: la escritura tiene el poder de reproducir o reflejar fielmente la realidad...”. Betancourt Martínez, F. (2001). El campo de la historiografía hoy: una nueva manera de preguntar. Históricas 62, p.5
[3] “...y por "narrativa" se entiende una historia que frente a la estructural, organiza el material de forma descriptiva más que analítica y centra su punto de mira en el hombre y no tanto en las circunstancias. Una historia que versa sobre lo particular y lo específico y no sobre lo colectivo y estadístico”, Casanova, J. (1991). La historia social y los historiadores. ¿Cenicienta o princesa? Barcelona: Crítica, Pp.114-115

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