En algo parecido se convierte Lima pocos meses antes de las elecciones. La ciudad se convierte en un circo en donde desfilan personajes que confunden la impunidad con la inmunidad, la diversión con la banalización, la amenidad del marketing electoral con la falta de respeto.
La sátira de un pendenciero acriollado que convierte la política en el sustento de su olla, no debe quitar de en medio la seriedad que implica la pretensión de ser parte del Estado; de ser un empleado del Estado al servicio de casi 29 millones de peruanos.
En mi opinión, las enfermeras, cantantes, voleibolistas, enjuiciados, folkloristas que pretenden ingresar a la política son la expresión más simple de violencia simbólica. En palabras de Gutiérrez, a saber de Bourdieu: “La acción de violencia simbólica es tanto más fuerte cuanto mayor es el desconocimiento de su arbitrariedad” (2004:298). En ese sentido, está en manos de los electores cortar con la complicidad que disponen los partidos para pretender hacerse con el poder a través de estrategias de marketing que, más allá de ser arbitrarios, rayan con la falta de respeto a la opinión pública.
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