La
democracia, aunque moderno régimen político, pone en práctica comportamientos (populares/populistas) que acusan formas parroquiales de subordinación, aún alrededor
de líderes para quienes resulta funcional porque proporciona legitimación. Sin
embargo, en este panteón teleológico no se admite la presencia explícita de
figuras (políticas) “divinizadas”
porque es altamente probable que se les describa como dictadores; pero sí se
les permite jugar en la escena política aún después de la muerte aunque en
vida, detractores y no tanto, hayan coincidido en lo perjudicial que resulta la
omnipresencia de quien porta el poder sobre el (aparato) Estado. Ese es el caso
de la ecuación Hugo Chávez, chavismo, del sucesor de Chávez –llámese Nicolás
Maduro- y de la oposición… de Chávez, luego de su muerte.
La
retórica de su ausencia se propala en diversas opiniones que denuncian el espectáculo
de un fraude luego del 14 de abril último; y es que a merced de continuas
comparaciones lo resucitan porque el sucedáneo, ya sea porque perdió parte del
séquito electoral que debió heredar o, porque en fricciones poco diplomáticas
con políticos de la escena local y regional, ha demostrado definitivamente no
poseer los atributos del ausente/presente para portar el poder. Es por eso, que
lo que éste último representó sigue muriendo. Y aquél, según la fe del bien
común, excomulgarlo del panteón moderno resta porque “no pasará a la historia ni como
revolucionario ni como líder”.
Si
hoy es difícil sostener que el poder absoluto repose en alguien o un grupo en
particular porque este se afianza no tanto en el total sometimiento
(político-religioso) del subordinado como en determinada concesión (elección)
de éste; qué difícil ha resultado imaginar a Venezuela sin Chávez –además de sus
seguidores– que en libertad de opinión y libres de profesar algún tipo de
acercamiento con él, place ser descrito como detractor suyo o por lo
menos, de lo que pretendió suceder.
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